La última visita fue a la imponente catedral de Palermo. Su fachada, con una interesante mezcla de elementos góticos y normandos, bien merece una foto panorámica. En aquella gran plaza, sentimos que la gasolina se agotaba. Había llegado el momento de callejear, y nunca agradeceré bastante a Bernardo su sugerencia de rodear la catedral para asomarnos a un curioso callejón. Allí nos encontramos, no solo con una de las sorpresas que yo buscaba, sino con otra inesperada. Una calle llena de color nos permitió acercarnos a la tradición de los carros sicilianos, a su curiosa decoración inspirada en temas caballerescos o religiosos, que encontramos también en los célebres motocarros palermitanos y hasta en las vespas. Fue un regalo para la vista, pero lo mejor estaba por llegar.
Escuchamos una hermosa canción. Parecía siciliana. Y lo era. El dueño de una sastrería se había reunido con sus amigos, tras la jornada de trabajo, para tocar música, reír y cantar. Por suerte, dejó la puerta abierta, y nos permitió durante un rato, unirnos a la fiesta, cantar, reír, sentir Sicilia y sentirnos un poco sicilianos. Fue, para todos, una experiencia de las que no se olvidan.
Deambulamos por los lugares relacionados con I Beati Paoli, una especie de fraternidad secreta que, aunque forma parte de la leyenda y no de la historia, está muy presente en Palermo. Se reunían en lugares secretos en los subterráneos de la ciudad, y allí celebraban procesos para ejercer su propia justicia y castigar a los culpables que las leyes o la fortuna dejaban sin castigo. Ahora, sin duda, tendrían mucho trabajo.